Vivimos otro momento histórico y tenemos que entenderlo, pero ¿hasta qué punto olvidar lo importante?
Por: Maria Claudia Lacouture, Directora Ejecutiva de AmCham Colombia
Bogotá, 10 de mayo del 2022 (AmCham Colombia)– Si comparamos la calidad de vida de las últimas generaciones con las del resto de toda la historia de la humanidad vemos lo mucho que hemos avanzado, pero perdimos la esencia y la importancia de la familia, de compartir más, de convivir mejor. Tenemos más cosas, pero estamos más aislados; comemos mejor, dormimos más tranquilos, pero con más estrés; hemos avanzado mucho en conocimiento y entretenimiento, pero perdido en solidaridad, valores y principios.
En la vida medieval pocas personas vivían más de 50 años, y menos las mujeres. Una de cada diez moría en el intento de tener hijos y uno de cada tres niños fallecía al nacer. Había que tener muchos hijos porque ellos eran fuerza de trabajo y sustento para el futuro.
En esos tiempos, reyes, nobles, siervos, campesinos o esclavos tenían que aliviar el frío con fogatas y soportar el calor extremo con paciencia, había frecuentes hambrunas por sequías y pestes por hacinamiento social: sin higiene, sin baños, sin medicamentos. Los más pudientes podían comer mucha carne y algunos alimentos más, pero no tanto, ni con la diferencia tan grande de hoy entre los que tienen mucho y los que tienen poco. Los pobres se alimentaban con harinas, vegetales de la huerta y lo que despreciaban los ricos de los animales.
Pensaba en esto a propósito de un artículo que leí sobre la vida medieval, lo difícil del día a día, lo austero, la falta de utensilios para trabajar, para producir. Hoy tenemos en casa más cosas que nunca usamos que las que realmente nos son útiles. Las personas podían no tener nombres, apenas ser llamados por sus ocupaciones, o por su procedencia, o por ser hijo de alguien, pero todos se reconocían.
Conocían poco más allá de los límites de su vista y escasas personas durante su vida. La familia y la comunidad eran todo su universo. Y así fue el mundo durante casi toda la historia. Así lo fue también durante la Colonia en América. Y no fue muy distinto durante la infancia de nuestros bisabuelos. Vivieron sin luz, sin acueducto, sin baños con agua corriente.
Pero no tenemos que ir tan lejos para comprobar los notables privilegios que tenemos hoy. En la niñez de nuestros abuelos las neveras, lavadoras o televisores eran una novedad. En cambio, se compartía en familia, incluso con tíos, primos, suegros, yernos, cuñados y ahijados. Con frecuencia el personal del servicio pasaba a ser parte de la unidad familiar. Los vecinos y los amigos tenían puertas abiertas y eran una referencia para siempre.
Eso se acabó. Ahora vivimos casi aislados, con el dispositivo móvil en la mano y quejándonos. Si nos vieran hoy nuestros ancestros se extrañarían de cómo podemos vivir tan solitarios, tan desarticulados de la familia, sin apegos religiosos, con matrimonios fugaces.
Vivimos otro momento histórico y tenemos que entenderlo, pero ¿hasta qué punto olvidar lo importante? La tecnología hace parte de nuestras vidas, conocemos más personas, interactuamos con miles de amigos en redes sociales, aunque, si bien necesitamos estar al día con la tecnología, hay que socializar más, inculcar valores, aprender a compartir, mantener vínculos duraderos, disfrutar de las cosas simples, evitar aislarnos. Disfrutemos esta vida de comodidades que nos tocó sin perder esa esencia de antes, que nos permitirá ser más humanos y solidarios, sin que nos gane la mentalidad del todo se puede.
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Hemos avanzado perdiendo
Vivimos otro momento histórico y tenemos que entenderlo, pero ¿hasta qué punto olvidar lo importante?
Por: Maria Claudia Lacouture, Directora Ejecutiva de AmCham Colombia
Bogotá, 10 de mayo del 2022 (AmCham Colombia)– Si comparamos la calidad de vida de las últimas generaciones con las del resto de toda la historia de la humanidad vemos lo mucho que hemos avanzado, pero perdimos la esencia y la importancia de la familia, de compartir más, de convivir mejor. Tenemos más cosas, pero estamos más aislados; comemos mejor, dormimos más tranquilos, pero con más estrés; hemos avanzado mucho en conocimiento y entretenimiento, pero perdido en solidaridad, valores y principios.
En la vida medieval pocas personas vivían más de 50 años, y menos las mujeres. Una de cada diez moría en el intento de tener hijos y uno de cada tres niños fallecía al nacer. Había que tener muchos hijos porque ellos eran fuerza de trabajo y sustento para el futuro.
En esos tiempos, reyes, nobles, siervos, campesinos o esclavos tenían que aliviar el frío con fogatas y soportar el calor extremo con paciencia, había frecuentes hambrunas por sequías y pestes por hacinamiento social: sin higiene, sin baños, sin medicamentos. Los más pudientes podían comer mucha carne y algunos alimentos más, pero no tanto, ni con la diferencia tan grande de hoy entre los que tienen mucho y los que tienen poco. Los pobres se alimentaban con harinas, vegetales de la huerta y lo que despreciaban los ricos de los animales.
Pensaba en esto a propósito de un artículo que leí sobre la vida medieval, lo difícil del día a día, lo austero, la falta de utensilios para trabajar, para producir. Hoy tenemos en casa más cosas que nunca usamos que las que realmente nos son útiles. Las personas podían no tener nombres, apenas ser llamados por sus ocupaciones, o por su procedencia, o por ser hijo de alguien, pero todos se reconocían.
Conocían poco más allá de los límites de su vista y escasas personas durante su vida. La familia y la comunidad eran todo su universo. Y así fue el mundo durante casi toda la historia. Así lo fue también durante la Colonia en América. Y no fue muy distinto durante la infancia de nuestros bisabuelos. Vivieron sin luz, sin acueducto, sin baños con agua corriente.
Pero no tenemos que ir tan lejos para comprobar los notables privilegios que tenemos hoy. En la niñez de nuestros abuelos las neveras, lavadoras o televisores eran una novedad. En cambio, se compartía en familia, incluso con tíos, primos, suegros, yernos, cuñados y ahijados. Con frecuencia el personal del servicio pasaba a ser parte de la unidad familiar. Los vecinos y los amigos tenían puertas abiertas y eran una referencia para siempre.
Eso se acabó. Ahora vivimos casi aislados, con el dispositivo móvil en la mano y quejándonos. Si nos vieran hoy nuestros ancestros se extrañarían de cómo podemos vivir tan solitarios, tan desarticulados de la familia, sin apegos religiosos, con matrimonios fugaces.
Vivimos otro momento histórico y tenemos que entenderlo, pero ¿hasta qué punto olvidar lo importante? La tecnología hace parte de nuestras vidas, conocemos más personas, interactuamos con miles de amigos en redes sociales, aunque, si bien necesitamos estar al día con la tecnología, hay que socializar más, inculcar valores, aprender a compartir, mantener vínculos duraderos, disfrutar de las cosas simples, evitar aislarnos.
Disfrutemos esta vida de comodidades que nos tocó sin perder esa esencia de antes, que nos permitirá ser más humanos y solidarios, sin que nos gane la mentalidad del todo se puede.
Publicado en La República, disponible aquí
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